martes, 21 de febrero de 2012

Desarrollo de la psicopatología y el psicodiagnóstico


 


Aunque no siempre se ha considerado de esta forma, el estudio de la Psicología Anormal o Psicopatología es, sin duda, uno de los pilares básicos de la EPC. De hecho, gran parte de las actividades de la EPC se centran en la observación de los problemas y trastornos de los clientes y, ocasionalmente, en su diagnóstico. Sin entrar en polémicas que podrían llevarnos a discusiones eternas sobre el tema, se debe reconocer que las oscilaciones de la Psiquiatría y de la Psicopatología entre los polos etiológico y descriptivo en sus clasificaciones han influido de forma determinante en los cambios producidos en los modelos de evaluación psicológica clínica. 

Los inicios de la psiquiatría descriptiva de Emil Kraepelin a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, la visión psicosocial de Adolf Meyer y Karl Menninger y, por supuesto, la influencia freudiana, al resaltar el papel del inconsciente y señalar la escasa utilidad del diagnóstico, han marcado el desarrollo de la EPC. A partir de los años ochenta del pasado siglo XX los esfuerzos del enfoque neo-kraepeliano, liderado por Robert Spitzer y representado por el denominado grupo de Sant Louis (Washington University) y el RDC (Research Diagnostic Criteria) del New York State Psychiatric Institute, han cristalizado en la Evaluación Psicológica Clínica Introducción al proceso de EPC, 3 sucesivas versiones del DSM. Especialmente las dos últimas: DSM-IV y DSM-IV TR (American Psychiatric Association, 1994; 2000) y la aparición de los manuales de la Organización Mundial de la Salud, CIE-9 y, de forma más precisa la CIE-10 (Organización Mundial de la Salud, 1992), han marcado el devenir de la clasificación de los trastornos mentales y han influido de forma muy notoria en la EPC.

La inclusión de los principios prototípicos en la clasificación y la paulatina consideración de aspectos dimensionales ha ido creando la situación idónea para la aparición de un cierto consenso, al menos inicial, respecto a la conveniencia de utilizar un lenguaje común y un sistema clasificatorio compartido por todas las disciplinas implicadas en la Salud Mental. Los intentos de la American Psychiatric Association por sistematizar la evaluación; sin embargo, no han alcanzado el mismo éxito. Así, la Guía clínica para la evaluación psiquiátrica del adulto elaborada por Fogel y Shellow en 1999 y patrocinada por esta organización que podría haber significado una pauta a seguir, no supone más que un listado de actividades a realizar y no se puede considerar como una verdadera guía de actuación consensuada (en España ha sido publicada por Ars Medica en 2001).

Por otra parte, se han clarificado y relativizado culturalmente los criterios de normalidad y anormalidad. Theodore Millon, uno de los psicólogos más influyentes de los últimos años, nos recordaba desde Harvard la importancia de reconocer que todas las clasificaciones psicopatológicas son construcciones sociales y que, por tanto, los criterios de clasificación siempre tendrán un carácter ligado a la cultura predominante en cada momento y sociedad (Millon, 1996). En nuestro caso, se han señalado como criterios algunos de los siguientes: desviación estadística de la norma; malestar personal; malestar en terceras personas o en la comunidad; violación de normas sociales; desviación de un ideal de salud mental; personalidad rígida e inflexible; pobre adaptación al estrés e irracionalidad (Millon, 1996). El efecto de este tipo de criterios sobre la EPC es evidente en la actualidad y ha contribuido a relativizar culturalmente los procesos de evaluación y tratamientos psicológicos.

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